SOBRE MI APRENDIZAJE
Yo no tuve la suerte de conocer a Sherezade.
No aprendí el arte de narrar en los palacios de Bagdad.
Mis universidades fueron los viejos cafés de Montevideo.
Los cuentacuentos anónimos me enseñaron lo que sé.
En la poca enseñanza formal que tuve, porque no pasé de primero de liceo, fui un pésimo estudiante de historia.
Y en los cafés descubrí que el pasado era presente, y que la memoria podía ser contada de tal manera que dejara de ser ayer para convertirse en ahora.
No recuerdo la cara ni el nombre de mi primer profesor.
Fue cualquier parroquiano de esos que todavía se reúnen, en los pocos cafés que quedan, para evocar los tiempos en que había tiempo para perder el tiempo.
Él contó una historia, ahí en la rueda de amigos donde yo estaba de colado. Era una historia del año 1904.
Por la edad se veía que él no había ni nacido en aquel entonces, pero la contaba como si hubiera estado allí. Fue mi primera lección: el arte es una mentira que dice la verdad.
Y escuchando aprendí que se puede contar lo que pasó de tal manera que vuelva a ocurrir cuando uno lo cuenta, y que uno pueda escuchar ese remoto trueno de los cascos de los caballos, y que uno pueda ver sus huellas en la arena, aunque el suelo sea de baldosa o madera.
Y aquel hombre, para decir la verdad, mintió que él había recorrido las praderas ensangrentadas, después de una batalla, y había visto los muertos. Y uno de los muertos, dijo, era un ángel. Un muchacho bellísimo, con la vincha blanca roja de sangre. Y la vincha decía: «Por la patria y por ella», y la bala había entrado en la palabra «ella».
SOBRE MI PRIMER DESAFÍO EN EL ARTE DE NARRAR
El pueblo boliviano de Llallagua vivía de la mina, y la mina devoraba a sus hijos. Metidos en los socavones, las tripas de las montañas, los mineros perseguían las vetas de estaño y en esa cacería perdían, en pocos años, los pulmones y la vida.
Yo había pasado un tiempito ahí, y me había hecho algunos amigos.
Y había llegado la hora de partir.
Estuvimos toda la noche bebiendo, los mineros y yo, cantando tristezas y contando chistes, a cual más malo.
Cuando ya estábamos cerca del amanecer, cuando poco faltaba para que el chillido de la sirena los llamara al trabajo, mis amigos callaron, todos a la vez, y alguno preguntó, o pidió, o mandó:
–Y ahora, hermanito, dinos cómo es la mar.
Yo me quedé mudo.
Insistían:
–Cuéntanos. Cuéntanos cómo es la mar.
Ninguno de ellos iba a verla nunca, todos iban a morir temprano, y yo no tenía más remedio que traerles la mar, la mar que estaba lejísimos, y encontrar palabras que fueran capaces de mojarlos.
SOBRE LOS VIAJES DE LAS PALABRAS
Hace pocos meses, ante los estudiantes mexicanos, leí algunos relatos.
Uno de ellos, de mi libro Bocas del tiempo, contaba que el poeta español Federico García Lorca había sido fusilado y prohibido durante la larga dictadura de Franco, y que un grupo de teatreros del Uruguay había estrenado una obra suya en un teatro de Madrid, al cabo de tantos años de obligado silencio. Y al fin de la obra, esos teatreros no habían recibido los aplausos que esperaban: el público español había aplaudido con los pies, pateando el piso, y ellos habían quedado estupefactos. No entendían nada.
¿Tan mal habían actuado? Cuando me lo contaron, pensé que aquel trueno sobre la tierra podía haber sido para el autor, fusilado por rojo, por marica, por raro, una manera de decirle:
–Para que sepas, Federico, lo vivo que estás.
Y cuando lo conté, en la Universidad de México, me ocurrió lo que nunca había ocurrido en las otras ocasiones en que había contado esta historia: los estudiantes aplaudieron con los pies, patearon el piso con alma y vida, y así continuaron mi relato y continuaron lo que mi relato contaba, como si eso estuviera ocurriendo en un teatro de Madrid, unos cuantos años antes.
Y ese segundo trueno sobre la tierra estaba también dirigido al poeta fusilado, y era también una manera de decirle: Para que sepas, Federico, lo vivo que estás.
© Eduardo Galeano. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons. Reconocimiento – No comercial – Sin obra derivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.